HOY celebramos la memoria obligatoria de La Bienaventurada Virgen María Reina.

Esta fiesta de la Virgen fue instituida por Pío XII en 1954, respondiendo a la creencia unánime de toda la Tradición que ha reconocido desde siempre su dignidad de Reina, por ser Madre del Rey de reyes y Señor de señores. La coronación de María como Reina de todo lo creado, que contemplamos en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario, está íntimamente unida a su Asunción al Cielo en cuerpo y alma.

El dogma de la Asunción, que celebramos la pasada semana, nos lleva de modo natural a la fiesta que hoy celebramos, la Realeza de María. Ella fue trasladada al Cielo en cuerpo y alma para ser coronada por la Santísima Trinidad como Reina; así lo enseña el concilio Vaticano II: «terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cfr. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte». Esta verdad ha sido afirmada desde tiempos antiquísimos por la piedad de los fieles y enseñada por el Magisterio de la Iglesia.

Santa María es una Reina sumamente accesible, pues todas las gracias nos vienen a través de su mediación maternal.

En la institución de esta fiesta, Pío XII invitaba a todos los cristianos a acercarse a este «trono de gracia y de misericordia de nuestra Reina y Madre para pedirle socorro en las adversidades, luz en las tinieblas, alivio en los dolores y penas», quiso alentar a todos a pedir gracias al Espíritu Santo y a esforzarnos para llegar a aborrecer el pecado, «para poder rendir un vasallaje constante, perfumado con la devoción de hijos», a quien es Reina y tan gran Madre. Adeamus ergo cum fiducia ad thronum gratiae, ut misericordiam consequamur… Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de la gracia, a fin de que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno (Hb 4, 16).

De nuevo en la Biblia, concretamente en el Apocalipsis, leemos que «apareció en el cielo una señal grande, una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas». Esta mujer, además de representar a la Iglesia, simboliza a María, la Madre de Jesús, confiada a Juan en el Calvario. Cuando, ya anciano, escribía estas visiones, María ejercía su realeza desde el Cielo.

Los tres rasgos descritos son símbolo de esta dignidad: vestida de sol, resplandeciente de gracia por ser Madre de Dios; la luna bajo sus pies indica la soberanía sobre todo lo creado; la corona de doce estrellas es la expresión de su corona real, de su reinado sobre los ángeles y los santos. Así se lo recordamos cada día en las letanías del Rosario: reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de las vírgenes, de todos los santos…

El reinado de María se ejerce diariamente en toda la tierra, distribuyendo a manos llenas la gracia y la misericordia del Señor. A Ella acudimos en cada jornada; pedimos su protección musitando aquella entrañable Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra…