Hoy, 24 de abril en la Santa Misa de la 20:00 horas, celebramos la Conversión de Nuestro Padre San Agustín. Fecha que aprovechamos también para celebrar la fiesta de la Parroquia.

«Tarde te amé, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé» (Conf. 10, 27, 38).

Con este grito de su corazón expresa san Agustín su pesar por haber malgastado en cosas baldías tantos años de su vida. La conversión fue para él el arribo al puerto tras un laborioso y largo navegar por el océano de la duda, de la incertidumbre y de la incoherencia. Con la conversiónse encuentra a sí mismo y a la vez encuentra la alegría de vivir, y experimenta el amor en el abrazo misericordioso del Padre y ve a la Iglesia como madre de salvación y modelo de vida. Durante la vigilia pascual del año 387,en la noche del 24 al 25 de abril, Agustín y sus amigos fueron bautizados en Milán por san Ambrosio, obispo de la ciudad: «Fuimos bautizados, y se desvaneció de nosotros toda inquietud por la vida pasada» (Conf. 9, 6, 14).

El camino interior hacia el “sí” de la fe y del bautismo. Se convirtió en un hombre nuevo. La conversión total a Dios («¡Tolle, lege!»)

Será una meditación constante, la paz de un jardín y unas palabras de la Biblia («No en comilonas ni en borracheras… sino revestíos de Nuestro Señor Jesucristo» Rom 13, 13) quienes le den el empujón definitivo para convertirse en un hombre nuevo. «Brilló en mí como una luz de serenidad», escribirá en sus Confesiones. Tiene 32 años.

He aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y lee, toma y lee» (tolle lege, tolle lege).

De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños acostumbrasen a cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo donde topase.

Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme, se había la punto convertido a ti con tal oráculo.

Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Lo tomé, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, que decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos.

No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.

San Agustín, Confesiones, 8, 12, 29.